Hocicones

olivariRoberto Merino / LUN / No tengo memoria ni paciencia para identificar los programas de televisión en los que me informé, a ritmo de zapping, de la bisexualidad, real o supuesta, de Marlen Olivari. Esta “bomba noticiosa” detonó hace muy poco, pero no sé por qué estos días liminares del año se hacen remotos apenas han pasado.

Lo que recuerdo de toda esta faramalla es una colección de gestos hipócritas y de declaraciones fariseicas. Los periodistas, animadores y “profesionales de las comunicaciones”–o lo que sea que fueren los individuos que día a día avivan la tanda en el circo caníbal de la chismografía mediática– dicen hacer sus trabajitos por mandato de una misión superior, la de la transparencia. Son enemigos del doble estándar y del doble discurso, y parecen dispuestos a apuntar sus temibles cámaras de repetición donde sea que estas categorías se manifiesten.

Lo que a estos sujetos les activó la secreción de los jugos gástricos y el zapateo de las papilas gustativas fue el hecho de que Marlen no se hizo cargo de las acusaciones. No dijo nada. Ellos –como el inquisidor que llora por el dolor de su víctima mientras la tortura– le mandaban mensajes de voz contrita: queremos ayudarte, la bisexualidad no tiene nada de malo, por qué esconderse, por qué no enfrentas los rumores. Uno llegó a decir que una confesión de la niña le reportaría nuevas oleadas de deseo por parte de sus seguidores masculinos.

En definitiva, su despliegue de delaciones lo hacían en beneficio de la acusada y también del país, porque parece que habría entre nosotros muchos homosexuales que cortarían las huinchas por gritar su condición a los cuatro vientos y no pueden. Pero deben tener confianza: los paladines les están preparando el terreno.

Es una vieja tendencia nacional la de considerar que la actividad que uno desempeña tiene un gran valor simbólico o moral, más allá de su simple utilidad. El organillero, por ejemplo, no piensa que su función se reduce a marear un rato a la gente en la calle, sino que agrega que es el salvador de una tradición que se extingue; el locutor de radio no se ve a sí mismo como un puro entretenedor, al contrario, participa de una entidad prestigiosa denominada “comunicación social” que nadie sabe muy bien lo que es.

Por lo mismo, los hocicones de la farándula jamás aceptarán que su trabajo –con el que pagan la luz, el sushi y las cuotas del auto– se sustenta en la atracción universal de la maledicencia: un sentimiento espiritualmente precario. Hoy –cuando el tema “gay” ha llegado a las campañas presidenciales– los héroes se han puesto a ventilar por higiene social los clósets de los desprevenidos.

De existir los amores lésbicos de Marlen, la verdad es que me importa un auténtico rábano. Por cierto no me ha pedido consejo alguno, pero yo le diría que haga lo que se le antoje con su cuerpo y que recuerde que los protozoos de la moralina sangrienta no tienen derecho a pedirle cuenta alguna de sus actos.

Los hocicones de la farándula jamás aceptarán que su trabajo –con el que pagan la luz, el sushi y las cuotas del auto– se sustenta en la atracción universal de la maledicencia: un sentimiento espiritualmente precario.