Internet: para lo mejor o para lo peor

DOCUMENTOS / Steve Coll / The New York Review of Book * / El pasado mes de junio Khaled Said, un alejandrino de veintiocho años, sufrió una brutal paliza pública a manos de la policía egipcia. Varios testigos documentaron el asalto con las cámaras de sus teléfonos móviles. Said, aparentemente murió de sus heridas, pero la policía declaró que se había ahogado hasta morir por causa de una sobredosis de drogas ilegales. Egipcios indignados colocaron en línea pruebas en páginas de Facebook y en YouTube. En Dubai, Wael Ghonim, un ejecutivo de marketing procedente del Cairo, empleó su oficio y habilidades como diseñador para construir una comunidad de protesta de Facebook basada en el eslogan “Todos somos Khaled Said,” donde la gente podía unirse para protestar sobre el caso.

La campaña anónima de Ghonim atrajo eventualmente 473,000 afiliados, una cantidad sorprendente incluso en una nación del tamaño de Egipto, con una población de 85 millones. El pasado diciembre, a medida que las protestas callejeras se extendían en Túnez y Argelia, miembros del grupo Facebook de Khaled Said interactuaron en línea con otros similares, y también con los organizadores tradicionales de protestas, como los sindicatos y los partidos políticos. Ghonim regresó a Egipto y después de la protesta del 25 de enero que ayudó a organizar reuniese varios miles de personas, fue arrestado. Él se convirtió en una cause celèbre y después emergió como un líder de la revolución egipcia cuando ésta hizo metástasis y forzó la renuncia del presidente Hosni Mubarak el 11 de febrero. “Quiero algún día reunirme con Mark Zuckerberg [el fundador de Facebook] y darle las gracias,” declaró Ghonim a un reportero de CNN después de los hechos. “Esta revolución comenzó en línea. Esta revolución comenzó en Facebook… Siempre he dicho que si quieres liberar a una sociedad, basta con darle Internet.”

Es irrefutable que las redes sociales han sido parte de las revoluciones tunecina y egipcia, así como en las protestas en curso en otras naciones árabes y musulmanas, sobre todo en aquellas con una población urbana considerable con altos índices de conexión a Internet, como Marruecos y Bahrein. Facebook y otras redes digitales pueden acelerar la comunicación política y facilitar herramientas eficientes para organizar protestas. En combinación con las emisiones vía satélite, como al-Jazeera, las redes en línea pueden documentar abusos gubernamentales rápidamente y difundir la información. Aún más, las promesas de libertad de expresión, modernización, cambio generacional e inclusión global que estos medios de comunicación de masas ofrecen —así como su misma novedad y la forma en que conectan gente e ideas por encima de las fronteras— pueden también desarrollar una incipiente forma de identidad política entre las cansadas clases urbanas en las sociedades árabes e Irán. El súbito carisma político de Ghonim seguramente era, al menos en parte, consecuencia de marcas comerciales nuevas, Google y Facebook, con las que se le asociaba.

Esto no es lo mismo que aceptar, como Ghonim evidentemente cree, que el uso de Internet hace más probable la liberación de sociedades oprimidas. Esa afirmación ha sido objeto de intenso debate durante los últimos años entre académicos, ejecutivos de la comunicación, escritores, activistas de Internet y funcionarios electos gubernamentales. Estos últimos incluyen una influyente red de jóvenes pensadores que se han reunido alrededor de la Secretaria de Estado Hillary Clinton, ayudándola a definir y hacer progresar la “libertad en Internet” como un objetivo importante de la política exterior norteamericana.

Una de las cuestiones provocadas por este debate es si Internet, en comparación con otras tecnologías previas de la comunicación que también intensificaron las conexiones entre gentes dispersas —el telégrafo, la radio, la televisión, los teléfonos, los faxes y los teléfonos móviles— tiene propiedades únicas que favorecen a sus usuarios, a “la gente,” respecto a autoridades centralizadas. Una cuestión relacionada tiene que ver con si la tecnología de comunicaciones puede en realidad favorecer la libertad de expresión y reunión, o ayudar a las poblaciones insatisfechas a sublevarse. Es decir, ¿los sistemas de comunicación y prensa pueden ser entendidos como medios neutrales de transmisión, básicamente anecdóticos respecto a los combates políticos realizados en sus líneas y ondas? O bien, si una determinada tecnología de la comunicación puede, debido a su estructura o efectos, tener una influencia más activa respecto a los resultados políticos ¿en qué consiste precisamente esa influencia?

Un problema con que se enfrenta todo aquel que intenta explorar estas cuestiones es el hábito mental al que los analistas de la inteligencia se refieren como “imagen de espejo”. En Occidente, donde nacieron las redes de comunicaciones digitales, somos muchos los que vemos a Facebook y Twitter como nuevos, excitantes e importantes. Cuando examinamos un suceso como la sorprendente revolución egipcia, es poco sorprendente que no encontremos a las redes sociales allí como nuevas, excitantes e importantes. Los sindicatos, por otra parte, carecen de un glamour comparable. Sin embargo, algunos grupos activistas de jóvenes egipcios deben sus orígenes a huelgas laborales. Si, como resulta al menos concebible, los sindicatos egipcios fueron por lo menos igual de importantes que las redes sociales a la hora de organizar y dar apoyo masivo a las protestas callejeras en enero y febrero, ¿podríamos valorar este dato correctamente?

Lo que se discute es lo predispuestos que estamos a comprender la política global en la era digital. Hay también implicaciones que afectan a las políticas públicas y el gasto. Si Internet ha conseguido realmente cambiar la estructura del espacio público en que los derechos de libertad de expresión y reunión son ejercidos, entonces tanto la política internacional como la regulación doméstica deben ajustarse para defender y promover esas libertades tomando en cuenta los efectos que nos concede la tecnología. En caso contrario, entonces sería mejor concentrarse más en apoyar y propagar los valores de las sociedades libres, en vez de centrarnos de forma tan insistente en los medios de comunicación que los difunden.

En The Net Delusion, Evgeny Morozov presenta el argumento más prominente en forma de libro hasta la fecha en oposición a la idea de que Internet es una fuerza a favor de la liberación. Su tarea es refutar lo que llama el “ciberutopismo,” que define como “una creencia inocente en la naturaleza libertadora de la comunicación on line.” (1)

Morozov nació en Bielorrusia, que sufre uno de los gobiernos más represivos del mundo. Hay celo en su argumento; adopta un tono ardiente y a veces estridente y agresivo dirigido contra los optimistas del Internet. Al menos parte de su fiereza parece haber nacido de la desilusión personal. Morozov escribe que trabajó para promover la democracia y las reformas en la prensa en el antiguo bloque soviético usando Internet. Él y sus colegas pensaron inicialmente que en “blogs, redes sociales, wikis” habían descubierto “un arsenal… mucho más poderoso que los bastones de los policías, las cámaras de vigilancia y las esposas.” Estaban equivocados, tal como se vio. “No tan sólo nuestras estrategias fracasaron,” nos cuenta, “sino que incluso pudimos notar un retroceso de la libertad en los regímenes que tratábamos de desafiar.”

A partir de ahí desarrolló una serie más amplia de observaciones sobre fracasos similares. Desdeña en su recuento las maneras en que la prensa occidental y la administración Obama actuaron durante la revuelta del fracasado Movimiento Verde en Irán, el 2009, tras una disputada elección presidencial. A medida que la revuelta se extendía, los exilados iraníes ayudaron y publicitaron el movimiento desde el exterior usando los nuevos medios de comunicación, sobre todo YouTube y Twitter. Coincidentemente, una suspensión previamente regulada del servicio de Twitter, para tareas de mantenimiento, tenía que tener lugar en durante las protestas iraníes. El Departamento de Estado de la administración Obama pidió a la compañía que pospusiese la suspensión, y después dio publicidad a esa petición, aparentemente para animar a los protestantes.

Morozov concluye que este simple acto diplomático

“…desencadenó un pánico mundial en torno a Internet y politizó toda la actividad en Internet, pintándola con brillantes colores revolucionarios y amenazando con estrechar espacios y oportunidades previamente no reguladas.”

Aún más, “como resultado” de la petición del Departamento de Estado a Twitter, Irán encarceló a usuarios de Internet, colocó a otros bajo una discreta vigilancia, “y aquellos pobres activistas iraníes que estaban atendiendo cursillos de formación en Internet financiados por el Departamento de Estado durante las elecciones no pudieron regresar a casa y tuvieron que pedir asilo.”

Este análisis y otros pasajes similares son exageraciones. El gobierno iraní no necesitaba que la administración Obama le alertase del peligro de la organización en la Red para animar a su policía a monitorear, detener, torturar y ejecutar tantos disidentes peligrosos como pudiera localizar. La decisión del Departamento de Estado de dar a conocer públicamente su petición a Twitter puede haber sido precipitada, pero no era lo bastante importante como para politizar todo Internet. Morozov argumenta que las redes de comunicación social han sido sobreestimadas como herramientas de liberación política; pone sin embargo demasiado énfasis en la manera en que esas mismas herramientas pueden provocar a los malos gobiernos para llevar a cabo acciones represivas que están obviamente inclinados a realizar de todas maneras.

Esas limitaciones de su libro están balanceadas por el deseo transparentemente apasionado de Morozov de promover la libertad y frustrar la tiranía. El disgusto que muestra hacia aquellos que trabajan para promover la democracia a través de lo que él ve como “determinismo tecnológico” nace de su creencia de que un “Plan Twitter,” aparte de ser inheremente mal dirigido, distrae de estrategias que son más efectivas, más realistas —aproximaciones que no están contaminadas por el vitoreo norteamericano, fundadas en las políticas del cara a cara y pensadas para las largas distancias.

El tema que recorre The Net Delusion —que todas las tecnologías de la comunicación, incluyendo Internet, pueden ser usadas para el bien y para el mal— puede parecer un lugar común, pero los usos particularmente malvados de las redes sociales que Morozov documenta con ricos detalles constituyen un interesante mapa de las innovaciones autoritarias en los espacios digitales. Estos incluyen el uso de Facebook para resaltar la vigilancia, por ejemplo, en Irán; la sutil pero amplia financiación de bloggers nacionalistas y progubernamentales para promover regímenes autoritarios y vaciar de contenido la disidencia, sobre todo en China y Rusia; y el más divertido, aunque de forma turbadora, ascenso de Hugo Chávez como talentoso tuitero. Morozov concluye The Net Delusion con consejos para los “ciber-realistas.” Son largos en lo que respecta a los errores a evitar y breves en políticas constructivas. Sugiere que la defensa de la libertad en Internet se integre en los “pilares existentes” de la política exterior y se ajusten a las regiones y países específicos, una propuesta que es corta con respecto a la energía y atrevimiento de sus argumentos anteriores. Esencialmente, Morozov no está seguro de qué hacer. No quiere dejarse llevar por el “derrotismo digital,” porque eso “favorecería a los gobiernos autoritarios,” pero teme “que no hay ningún buen plan para actuar frente al autoritarismo moderno.”

Hillary Clinton y la siguiente generación de consejeros políticos que la rodean en el Departamento de Estado cree, por el contrario, que están en las etapas iniciales de construir ese plan. El círculo de Clinton incluye a Alec Ross, cofundador de One Economy, una organización digital sin animo de lucro, que trabaja en el Departamento de Estado como consejero veterano en innovación; Jared Cohen, un antiguo receptor de la beca Rhodes que sirvió en el Equipo de planificación del Departamento de Estado, antes de dejarlo para dirigir un think tank interno de Google; y Emily Parker, una lingüista y cronista del trabajo de disidentes digitales en los países autoritarios, que ha sucedido a Cohen. Con el consejo de estos y otros analistas políticos nacidos con el Internet, Clinton ha dado dos importantes discursos diseñados para promover lo que llama “la libertad para conectarse.”

En este terreno de los relativamente optimistas frente al potencial de Internet para alterar las políticas globales, Jared Cohen y Eric Schmidt, presidente de Google, han ofrecido tal vez el pronóstico más persuasivo. En un ensayo titulado “The Digital Disruption: Connectivity and the Diffusion of Power,” que fue publicado brevemente antes de la inesperada revolución tunecina, argumentaban que la “llegada y el poder de las tecnología de conexión… harán que el siglo XXI gire en torno a las sorpresas” (2).

Reconocen que el potencial de toda la tecnología puede ser cooptado por los autoritarios y rechazan el argumento de las “tecnologías de la comunicación vayan a transformar el mundo por sí mismas.” Sin embargo, a partir de ideas aparecidas inicialmente en el libro del teórico de las comunicaciones Clay Shirky de la Universidad de New York, Here Comes Everybody, argumentan que el cada vez más rápido poder de las computadoras, combinado con la geometría de las redes sociales de muchos a muchos (opuesta a la geometría de las emisiones radiales y televisivas de uno a muchos), está creando “una era en la que el poder del individuo y el grupo crece diariamente.” Los efectos políticos incluirán un notable aumento del mismo ritmo del cambio —un mundo de volubilidad, rapidez y sorpresa.

Internet como tal presenta nuevas estructuras de comunicación que, en opinión de Cohen y Schmidt, alterarán las políticas globales de forma distinta a las anteriores tecnologías de la comunicación. El efecto neto será la descentralización del poder. En consecuencia, tan sólo dictadores que sean creativos y entendidos en tecnologías podrán prevalecer sobre sus pueblos conectados: los gobiernos podrán o bien “cabalgar sobre la ola tecnológica” o “encontrarse a sí mismos enfrentados con sus ciudadanos,” como plantean Schmidt y Cohen. De alguna manera, esto es consistente con las tesis de Morozov —su libro documenta lo digitalmente adaptables que se han vuelto los gobiernos autoritarios.

Incluso si aceptamos tales análisis, es menos que obvio lo que éstos implican para la política y el gasto norteamericanos. Ni siquiera la secretaria de Estado parece estar completamente segura. Clinton dio el segundo de sus importantes discursos sobre la libertad en Internet el 15 de febrero, en respuesta a las revueltas de Oriente Medio. Buscaba, declaró, inaugurar “un vigoroso debate que respondiese a las necesidades que hemos visto” en el mundo árabe e Irán.

“Existe un debate en curso en algunos círculos sobre Internet es una fuerza en favor de la liberación o de la opresión,” reconoció Clinton. “Pero creo que ese debate no es oportuno.” Eso fue un engaño retórico, como pudo verse, ya que Clinton se unió muy pronto al debate:

Egipto no inspira a la gente porque se comuniquen usando Twitter. Inspira porque la gente se ha unido e insistido en pedir un futuro mejor. Irán no es horrible porque las autoridades utilicen Facebook para seguir de cerca y capturar a miembros de la oposición. Irán es horrible porque tiene un gobierno que viola rutinariamente los derechos de su pueblo. Son nuestros valores los que causan que esas acciones nos inspiren o agravien.

Clinton pasó a argumentar que, sin embargo, Internet tiene cualidades distintivas como medio espacio político. Las redes sociales se ha convertido, declaró, en el “espacio público del siglo XXI,” comparable a las plazas públicas físicas en que se crearon los ideales democráticos siglos atrás en las sociedades occidentales.

Para ampliar en ese nuevo espacio público “necesitamos un serio debate sobre los principios que nos guiarán, que reglas existen, cuáles no deben existir y el por qué.” Evitó cualquier sugerencia de que los Estados Unidos empleasen Internet para fomentar luchas de liberación en países autoritarios —eso sería un objetivo provocativo, de ser declarado explícitamente. “El objetivo no es decirle a la gente cómo usar Internet de la misma forma en que no deberíamos decirle a la gente cómo usar cualquier espacio público, ya sea la Plaza de Tahrir o Times Square,” declaró Clinton.

Había mucho pragmatismo legalista en su presentación, rodeada de una inconfundible exhortación wilsoniana:

Urjo a los países de todo el mundo… a unirse a nosotros en la apuesta hecha, una apuesta por que un Internet abierto nos lleve a naciones más fuertes, más prospera… que las sociedades abiertas den paso al progreso más duradero… Esta no es una apuesta a favor de las computadoras o de los móviles. Es una apuesta a favor de la gente.

Su retórica de respaldo a las redes sociales fue más atrevida que el comentario de pasada que ella y el presidente Obama a veces daban sobre algunos dictadores tambaleantes en concreto; en el caso de la revuelta contra Hosni Mubarak, por ejemplo, los comentarios cautelosos de la administración a menudo iban muy por detrás de las aspiraciones del pueblo egipcio.

Clinton declaró en su agenda política práctica sobre “la libertad de conectarse,” que creemos que no existe “una respuesta mágica en la lucha contra la represión en Internet.” La administración Obama, en consecuencia, experimentó con adoptar una “aproximación al estilo de los capitales de riesgo, apoyando una cartera de inversiones en tecnologías, herramientas y entrenamiento” en proyectos pensados para sostener un “Internet que sea abierto, seguro y confiable.”

Uno de los peligros que presenta esa ruta es que puede conducir a un aumento de la regulación, dirigida por el gobierno, como si para asegurarse la libertad de expresión y reunión en un Internet global EE UU fuera la versión internacional de la Comisión de Comunicaciones Federal (FCC). Esto sería altamente cuestionable, a juzgar por la embarazosa historia de la FCC dentro de los Estados Unidos, y la historia de organismos reguladores similares a lo largo del mundo. Es una historia marcada sobre todo por la connivencia de una industria monopolizadora y el gobierno, así como la supresión de la innovación y la palabra. Antes de que Estados Unidos se devore a sí mismo en la civilizadora misión de la libertad de Internet en otras partes, sería inteligente pensar más profundamente acerca de los que supondrá proteger la “libertad de conectarse” en casa.

“La primera radio fue, antes que el Internet, el mayor medio abierto del siglo XX, y tal vez el ejemplo más importante desde los primeros días del periódico de a que se parece una economía de las comunicaciones abierta, sin restricciones” —escribe Tim Wu en The Master Switch, su brillante interpretación histórica de los medios de comunicación americanos y la tecnología de las comunicaciones durante el siglo pasado.

En la primera fase amateur de la radio, desde circa 1912 hasta finales de los años veinte, bajas barreras económicas y voces diversas dieron paso a un sentido de posibilidad ilimitado. Iglesias, clubes, tipos raros, cazadores de gadgets y empresarios deportivos lanzaron estaciones radiales que alcanzaban a oyentes en una pocas millas cuadradas. A finales de 1924, los fabricantes americanos habían vendido más de dos millones de aparatos de radio capaces de emitir. Densas áreas urbanas como Manhattan se conectaban a una cacofonía de ondas radiales. Nikola Tesla, que había ayudado a comercializar la electricidad, creía que debido a la radio, “la tierra entera se convertiría en un gigantesco cerebro, capaz de responder en cada una de sus partes.” Waldemar Kaempffert, el editor de Scientific American, imaginó como la tecnología podía construir una nueva cohesión social y cambiar la política americana:

Mirad un mapa de los Estados Unidos y tratar de pensar una imagen lo que la radio casera significó eventualmente. Todas esas comunidades y casas desconectadas estarán unidas a través de la radio como nunca lo estuvieron con el telégrafo y el teléfono.

Sabemos ahora que esas esperanzas carecían de fundamento. La radio afectó la cultura americana de muchas formas importantes pero no mejoró ni amplió la democracia americana a nivel de base. No aumentó tampoco el espacio para la libertad de expresión en Estados Unidos; más bien, en comparación con el punto más alto de las emisiones de radio amateur, ese espacio se redujo constantemente hasta los años sesenta.

Wu narra con energía y cólera cómo la ambición monopolista de David Sarnoff en la Radio Corporation of America (RCA) acabó rápidamente con la diversidad inicial de la radio. En los años treinta, en las ondas radiales, escribe Wu, “lo que era un medio abierto… estaba preparado para convertirse en un gran negocio, dominado por un monopolio radial; lo que fue antaño una tecnología no regulada cayó bajo el estricto mando y control de una agencia federal,” la naciente FCC. Lo que RCA consiguió en un sistema libre de mercado, Hitler y Stalin lo imitaron de forma mucho más tenebrosa; la radio en la Alemania nazi se convirtió, bajo el control de Joseph Goebbels, “en un instrumento central para conseguir el Volksgemeinschaft, la comunidad unificada nacional.”

Hay muchas razones para el encogimiento de la plaza pública americana entre los años 1930 y 1960. Al esfuerzo nacional por subsumir la diversidad, necesario ganar la Segunda Guerra Mundial, le siguió la Amenaza Roja. No hay duda de que la gestión industrial y federal de la tecnología de la comunicación-que favoreció el control sobre la diversidad y el consenso sobre los aspectos marginales y peligrosos de la libertad de expresión y jugó un papel de refuerzo y control.

Cadenas de radios monopolistas bloquearon el despliegue de la tecnología televisiva. Estudios cinematográficos monopolistas, presionados por la Iglesia Católica (cuyos censores estaban escandalizados por la interpretación de Mae West en I’m no Angel), adoptaron la autocensura del Production Code. En consecuencia, durante décadas, los americanos vieron únicamente filmes en los que, por ejemplo, “un juez o un policía individuales podían ser deshonestos, pero no todo el sistema judicial.” Era, escribe, “la combinación de la Iglesia y el sistema de los estudios de Hollywood el que produjo uno de los más dramáticos regímenes de censura de la historia de América.” Concluye que la “estructura de la industria,” más que las propiedades técnicas de un sistema de comunicaciones, “es lo que determina la libertad de expresión que subyace en el medio.” Esta es una visión de gran importancia, y tiene una relevancia obvia para el futuro de Internet como medio social, cultura y político, en los Estados Unidos y globalmente.

El recuento de The Master Switch del ascenso y caída de las tecnologías e industrias de la comunicación a lo largo del siglo XX es fascinante, balanceado y riguroso —un tour de force. Sin embargo la preocupación central de Wu no es la historia sino el disputado futuro de Internet. Wu es profesor de leyes en la Universidad de Columbia; es probablemente mejor conocido por haber acuñado la frase “net neutrality,” un principio, o aspiración, que pretende asegurar que Internet siga siendo un sistema abierto en el que cualquiera pueda publicar o conectar, y en donde el poner precio y las reglas técnicas no favorezcan nunca a un usuario contra otro, incluso si ese usuario es una gran y rica corporación.

Básicamente, Wu está preocupado porque las grandes empresas —AT&T, Comcast, Verizon, Apple,y tal vez Google— pueden estar a punto de convertir Internet en un oligopolio, cerrando gradualmente el acceso equitativo y libre, de la misma manera que la RCA lo hizo con la radio y Bell System con la telefonía. Sus argumentos implican claramente que si las corporaciones han tomado gradualmente control del Internet americano, y empleado peajes y reglas técnicas para construir una nueva jerarquía en los accesos, entonces Rusia, China y otros estados autoritarios que tienen incluso mayor poder relativo dentro de sus fronteras seguirán seguramente ese modelo.

Wu etiqueta los patrones de oscilación entre sistemas de información abiertos y cerrados “el Ciclo.” Cuando alcanza el día presente, su recuento sitúa lo que llama el “tema central” sobre los sistemas de comunicaciones en nuestro tiempo. Es esencialmente la misma pregunta que Morozov, Clinton y los teóricos de Internet del Departamento de Estado han enfrentado de formas distintas: “¿Es Internet una verdadera revolución?”

Si la respuesta es sí, sugiere, gran parte de la razón descansa sobre el diseño de Internet. Su “prioridad era el aumento humano más que el mismo sistema,” como plantea Wu. “El objetivo era en consecuencia un esfuerzo para crear una red descentralizada, y que permaneciese así.” El nacimiento accidental de las computadoras como medios de comunicación, conectadas a través de una red que puede atravesar otras redes, ha sido contada con anterioridad. Wu, elegante y brevemente, describe las características del diseño técnico de Internet que han contribuido a su estructura, compartimentada, redundante, autoprotectora. Porque carecían de una infraestructura de comunicaciones propia, o del capital para crearla, los fundadores de Internet —J.C.R. Licklider, Douglas Engelbart, Vincent Cerf, y otros— “se vieron forzados, no importa lo afortunado que parezca ahora su efecto, a inventar un protocolo que tuviera en cuenta la existencia de muchas redes,” por ejemplo las líneas telefónicas comerciales y los sistemas cerrados del gobierno, “sobre los que tenían un control limitado.” Estos rodeos produjeron un diseño que sorprendía por “su parecido con otros sistemas descentralizados, como el sistema federal de los Estados Unidos.”

Wu añade:

Para muchos la estructura de Internet era —en realidad sigue siendo— profundamente contraintuitiva. Esto se debe a que desafía cualquier expectativa que uno desarrollase a partir de la experiencia en otras industrias de la comunicación, que descansan todas sobre el control del cliente.

La estructura no centralizada de Internet contribuye al impacto que ha tenido sobre la comunicación, la reunión y la política —ha rebajado las barreras políticas para editores como para activistas, y ha permitido estrategias para la comunicación entre personas o entre grupos (“going viral” como se conoce) que parecen favorecer la actividad política a nivel de base.

No sugerimos que el mando político y el control de Internet sea imposible, sólo que es más difícil que, digamos, controlar una red nacional de televisión. “El hecho requiere tanto poder y recursos que sólo podría tenerlos el estado: el acceso a los puntos vitales de la infraestructura comunicativa de una nación, su botón maestro,” escribe Wu. Los estados han llevado a cabo ocasionales intervenciones técnicas directas —recortando los puntos vitales lo suficiente como para apagar todo Internet, como China ha hecho de forma periódica para controlar las protestas en la inquieta provincia de Xinjuang, y como Egipto hizo durante algunos días durante los recientes alzamientos. De forma más efectiva, como documenta Morozov, hay estrategias que infectan e influencian las aguas abiertas de Internet. De forma discutible, como muestra, los gobiernos de China, Rusia, Irán y Venezuela han controlado el acceso de sus pueblos de forma suficientemente adecuada como para proteger su poder.

La cuestión, entonces, en nuestra casa y en el exterior es si la forma descentralizada, redundante, dispersa de Internet empujara la balanza más a favor de los poderes centralizados contribuyendo al Ciclo —los patrones consolidados del monopolio y el control estatal que dieron forma a la radio y la televisión— o si Internet seguirá siendo un sistema radicalmente abierto, favorable a los usuarios frente a las autoridades. “El individuo tiene más poder que en cualquier momento del siglo pasado, literalmente en la palma de su mano,” escribe Wu. “Que pueda o no mantenerlo es otra cuestión.”

Wu propone que en los Estados Unidos, dos coaliciones en competencia de corporaciones multinacionales están ahora combatiendo para determinar si el comercio, la edición, la palabra, la política y el diseño tendrán lugar en Internet dentro de un sistema abierto o cerrado. De un lado, los modelos comerciales de Google, Amazon, eBay, Facebook, y los sin animo de lucro como Wikipedia, les dan incentivos para intentar “convertir al mundo en algo que se parezca a Internet: un claro sendero abierto entre dos puntos cualesquiera, sin jerarquías ni tratamientos preferenciales.” (Esto puede ser algo esperanzador en torno, digamos, al proyecto de Google Books y el trato propuesto a editores y autores.) Por otra parte, los modelos comerciales de Apple, AT&T, Verizon, Comcast, Disney, y otros conglomerados que dan incentivos para hacer trabajo de lobby en torno a la FCC y el Congreso para “un régimen racional de acceso al flujo de la información” basado en la propiedad de las conexiones, cables y todo el espectro a través del que fluye Internet—infraestructuras que algunas de esas compañías pagaron para construir y otras están dispuestas a pagar para controlar. “Si ese bando triunfa,” advierte Wu, “el siglo XXI de la información se parecerá, tanto como sea posible, al siglo XX, excepto que las pantallas a las que estarán pegados los consumidores serán más fáciles de llevar.”

No está del todo claro cómo concluirá este combate. La autoridad de la FCC para imponer una apertura en Internet se ve cuestionada por los tribunales. La cantidad relativamente limitada que los sistemas inhalámbricos pueden conducir ha llevado a la industria y a la FCC a considerar propuestas para limitar un acceso igual. La razón es técnica, controlar “monopolizadores de data” decididos a descargar grandes cantidades de información, videos y cosas similares, pero el potencial para restricciones encubiertas destinadas a proteger las ganancias corporativas está claro.

En última instancia, la preservación de una Internet abierta, y su promesa de dar más poder a los individuos —la preservación de los espacios públicos virtuales— requerirá de sus beneficiarios que combatan para conservarlos. Requerirá “el cultivo de una ética popular en lo que concierne a las relaciones entre la sociedad y la información, una ética consistente con la importancia de la información en nuestras vidas individuales y colectivas,” que descanse en “la prevención frente a los inminentes peligros de un sistema cerrado.” Que una cantidad suficiente de personas adquiera esa cautela y actúe a partir de la misma no está claro. Pero los agudos comentarios de Wu son completamente convincentes. La mayor contribución que las sociedades occidentales pueden hacer al potencial de Internet para dar más poder a las poblaciones oprimidas fuera de sus fronteras debe ser preservar en casa la misma apertura en las redes sociales que ha inspirado a gente como Wael Ghonim.

(1) Evgeny Morozov y Tim Wu son socios de la New America Foundation, el instituto de política pública e investigación en donde sirvo como presidente. Eric Schmidt es el presidente de la junta de directores de New America.

(2) Foreign Affairs, Noviembre/diciembre de 2010.

The Master Switch: The Rise and Fall of Information Empires

de Tim Wu

Knopf, 366 pp., $27.95

The Net Delusion: The Dark Side of Internet Freedom

de Evgeny Morozov

PublicAffairs, 409 pp., $27.95

** Reseña publicada originalmente en la edición digital de The New York Review of Books, 7 de abril de 2011. Traducción exprés de Juan Carlos Castillón