La fe en la literatura
Alvaro Matus / Periodista / Ante los nacionalismos exacerbados, los abusos de la autoridad y la pobreza espiritual de nuestra civilización, Mario Vargas Llosa se aferra a la literatura con la misma fe de su admirado Flaubert y con la misma convicción que demostraron escritores tan distintos a él como Joseph Roth, Robert Musil o Walter Benjamin. Cuando se derrumbó el Imperio Austro Húngaro, a principios del siglo XX, cayó algo más que un sistema de gobierno. Aguijoneada por toda suerte de fanatismos, se desplomó una forma de vida, una cultura que permitió la integración de católicos, musulmanes, protestantes y judíos. La intensidad con que a estos escritores tan valorados ahora se les movió el piso es en muchos sentidos comparable a la que estamos viviendo desde que terminó la Guerra Fría y se diluyeron todas las certezas.
El discurso del Premio Nobel fue en verdad una rareza, una excentricidad, si pensamos en cómo se ha instalado la idea de que la literatura sirve para entretener y distraernos de los problemas cotidianos. Es obvio que las novelas provocan un intenso placer, pero Vargas Llosa nos recuerda el sentido último de la ficción: «Seríamos peores de lo que somos sin los buenos libros que leímos, más conformistas, menos inquietos e insumisos y el espíritu crítico, motor del progreso, ni siquiera existiría. Igual que escribir, leer es protestar contra las insuficiencias de la vida».
Irritado ante el «pragmatismo de los especialistas» y el estado de la cultura actual, nos recuerda que el arte es un continuo: Salgari, Balzac, Stendhal, Mann, Faulkner, Borges… todos ellos forman una inmensa familia que nos ayuda a comprender las contradicciones (la riqueza) de la vida y a ser más tolerantes. En la propia experiencia de un lector conviven con naturalidad voces contrarias: de la épica del Ulises que regresa a casa a la resistencia enigmática de Bartleby, quien ante los desafíos de la existencia contesta: «Preferiría no hacerlo». La literatura, entonces, es sinónimo de pluralidad y capacidad para soñar otra vida posible. No sabemos si mejor o peor (el final siempre es abierto), aunque sí la vislumbramos más dinámica, más vigorosa, más libre. «Un mundo sin literatura -dijo Vargas Llosa- sería un mundo sin deseos ni ideales ni desacatos, un mundo de autómatas privados de lo que hace que el ser humano sea de veras humano: la capacidad de salir de sí mismo y mudarse en otro, en otros, modelados con la arcilla de nuestros sueños».
Sus palabras siguen resonando cuando tomamos nota de la fuerte contracción que ha tenido la lectura en nuestros colegios, especialmente la de los clásicos. «Lean un buen libro», recomendó el mismo Vargas Llosa cuando visitó una escuela de Estocolmo. Seguramente tenía en mente a Víctor Hugo o Dickens, autores que hoy se considera lejanos para los jóvenes, poco actuales, siendo que generaciones de generaciones han corroborado que la tristeza que embarga al lector de El amigo fiel, de Wilde, o la desesperación ante el hambre que pasa Oliver Twist en el orfanato, son las mismas en Toronto, Burdeos o Valdivia. En nuestros colegios incluso se lee a Luis Sepúlveda y Rivera Letelier, lo que no sería tan grave si no fuera a costa de La Araucana o Madame Bovary. Como si hicieran falta más argumentos, Italo Calvino advirtió que los clásicos «forman los términos de comparación, esquemas de clasificación, escalas de valores, paradigmas de belleza», razones más que suficientes para empezar a recobrar la fe en la literatura.