Periodismo cultural

Rafael Gumucio / Revista de libros / Creo que en la biografía de un joven escritor mexicano vi por primera vez este extraño mote: periodista cultural. ¿Qué periodismo no es cultural? ¿Cuando Kapuscinski escribe sobre fútbol o África, hace o no periodismo cultural?, pregunté horrorizado.

Periodista cultural, me aclararon después, es una manera honrosa de llamar al reportero que entrevista artistas y reseña libros y exposiciones nuevas, para suplementos o páginas de cultura de diarios, revistas o sitios web. Una especie más bien tímida y perezosa de periodistas a la que, lo quiera o no, pertenezco fatalmente.

Quienes hemos escrito y escribimos en secciones de cultura de un diario sabemos que tenemos sólo dos alternativas. O nos dejan pegado a la página necrológica, y somos el hazmerreír del resto del diario, o nos confundimos con la más vital sección de espectáculos, a la que, por lo demás, los directores de diarios y revistas suelen asemejarnos naturalmente.

El periodista cultural vive en esa disyuntiva, escribe sobre muertos y siglos pasados, pero tiene que convertirlos en lo único que no pueden ser: en acontecimientos urgentes.

Así, paradójicamente, le gusta la vanguardia porque vende más. Necesita anécdotas que contar. Le apasiona que un japonés escriba como inglés, o que mate a su esposa. Ama a los filósofos que andan en bicicleta, a los escritores que hablan de fútbol, a los travestis que hablan mal de todo el mundo, a las feministas de labios carnosos, a los escritores demasiados jóvenes para resistirse a posar vestido de mosquetero o tener novias cantantes.

El periodista cultural está lleno de gustos, porque no tiene gusto, está lleno de opiniones, porque no tiene ninguna opinión. Ante un libro desnudo tiembla. Calcula el número de páginas, habla de su portada, de sus lectores, cita a Borges, a Brahms o a John Lennon, busca los personajes en clave que se esconden en la novela, da lecciones de sintaxis, todo y cualquier cosa para no emitir un juicio. No puede darse el lujo de descartar a nadie. Tiene que llenar página, tiene que reciclar todo lo que encuentra. Así, el freaky puede llegar a ser cult, y el cult a ser canónico. La ironía siempre lo salva, y le permite estar de acuerdo y en desacuerdo con todo y todos, dependiendo de quién es el centenario, qué novelista de ciencia-ficción está de moda, a qué Nabokov hay que descubrirle un nuevo pasatiempo, amante, obsesión, o hijos secretos.
El periodista cultural no encuentra nada bueno, ni nada malo, sino todo interesante, sintomático, raro. Descubre que Manuel Rojas es nuestro Bukowsky o nuestro Chéjov o nuestro Hemingway. Pero jamás llega al descubrimiento de que Manuel Rojas es simplemente nuestro Manuel Rojas, y que en tanto tal debe leerlo. Es maestro en hablar de novelas como si fueran telenovelas, y discos como si fueran películas y en juzgar las películas por su director de fotografía o el peinado de sus actrices.

Gran redactor de contratapas y solapas, buen animador de foros, útil publicista de libros que sin él pasarían inadvertidos, se vuelve una especie peligrosa cuando domina por completo la cadena alimentaria de la literatura. De alguna forma, lo que llamamos posmodernidad es la llegada de esta especie más bien marginal hace cincuenta años al dominio completo de nuestra cultura. Damian Hirsh en la pintura es el símbolo mismo de ese golpe de Estado. Ni la universidad, dedicada a la gloria del transexual transcultural, se ha resistido al imperio de lo vistoso, al dominio de lo actual, de lo reportable.

Hoy, a nadie le parece entonces raro que los escritores se dediquen a recomendar discos, películas y restaurantes, como si ser escritor fuese sinónimo de tener buen gusto. Cuando escriben novelas, no pocos de mis colegas se fijan en qué centenario se está celebrando, qué escritor olvidado será recordado, qué cultura centroeuropea será revalorada cuando su libro salga de imprenta. No tienen la culpa, su subconsciente está recubierto ya de listas de top five, y actrices fetiches que reemplazan la intimidad real por una higiénicamente artificial. Sobre esa falsa intimidad, la de los coleccionistas nerd con un mal gusto muy fashion, se escriben la mayor parte de las novelas contemporáneas.

David Foster Wallace se mató este mes. Para felicidad de los periodistas culturales se ahorcó de un modo muy reporteable, justo cuando ellos empezaban a olvidarlo. Niño dorado de su generación, jugador de tenis, autor de una novela de mil páginas llena de notas al pie de página, defensor de las langostas, mago posmoderno, sarcástico crítico de su país, mártir de su generación, los periodistas culturales tienen mil cosas que decir sobre él. Nadie me dice, sin embargo, por qué debería leer sus libros.

Adorado, sobrevalorado, subvalorado, olvidado, antes de ser realmente él mismo, Foster Wallace encarnó todas y cada una de las fantasías de los periodistas culturales. Se mató porque estaba enfermo y frágil, pero quizás en el fondo mismo de su mente pensó que ése era el único modo en que pudieran leer sus libros sin llenarlos de adjetivos antes. Quizás pensó que lejos del apuro de los periodistas culturales podía llegar al limbo tranquilo de los escritores de notas necrológicas.