Sicoseo chileno

terre genteRaúl Sohr / La Nación / «La oscuridad, el aislamiento causado por el quiebre de la telefonía y, en parte, el reportaje alarmista de la prensa contribuyeron a resquebrajar los nervios de una población ya estresada al límite por el sismo. A fin de cuentas fueron muchos los que vieron el fin de sus días en la noche del 27 de febrero».

 Si el saqueo de tiendas fue un espectáculo insólito, no lo fue menos la devolución de muchos de los objetos sustraídos. Incluso algunos de los hechores declaraban públicamente su arrepentimiento. Carabineros estableció que apenas 10% de los que participaron en los asaltos contaban con antecedentes penales. Todo indica que la masa de los desvalijadores actuó en forma espontánea producto de las circunstancias. Como se dice: la ocasión hace al ladrón. ¿Por qué tanta gente, entre la que los delincuentes habituales jugaron un papel protagónico en la incitación, fue arrastrada a un comportamiento atípico?

 Turbas de desconocidos atacaron supermercados y comercios en las horas posteriores al terremoto. El pillaje en sí mismo, visto ahora con la calma que vuelve, fue un notable fenómeno de histeria colectiva. Pero es más extraordinaria aún la sicosis de terror desatada ante la presunta existencia de pandillas de delincuentes. Corrió el rumor de que bandas armadas atacaban poblaciones e ingresaban a hogares para saquearlos. Ello movilizó a numerosos vecinos en Concepción y en ciertos sectores de Santiago a constituir guardias para proteger lo suyo. Se multiplicaron los avistamientos nocturnos de los grupos de malhechores que merodeaban sus propiedades. Cundió el pánico y pobladores insomnes, tras velar por su patrimonio, clamaban por protección. Ante una fuerza policial desbordada por las peticiones de socorro, surgió el clamor por la urgente presencia militar para restaurar la tranquilidad.

El espectáculo de individuos saliendo de tiendas con plasmas, lavadoras y otras mercancías a cuestas provocó viva indignación. Está mal apoderarse de lo ajeno, pero la necesidad hacía comprensible que madres se abalanzaran sobre comestibles para alimentar a sus familias. Otra cosa era sacar electrodomésticos o productos de línea blanca. Surgió la impresión del asalto de hordas bárbaras que destruían el mundo civilizado imperante sólo horas antes. El terremoto destruyó edificaciones y, de paso, agrietaba el orden establecido. De las ruinas se levantaba, para muchos, el temido fantasma del caos y la agresividad desatada por masas descontroladas. Era menester sacar armas de guerra para contener el avance de las fuerzas que amenazaban a ciudadanos indefensos.

Si el saqueo de tiendas fue un espectáculo insólito, no lo fue menos la devolución de muchos de los objetos sustraídos. Incluso algunos de los hechores declaraban públicamente su arrepentimiento. Carabineros estableció que apenas 10% de los que participaron en los asaltos contaban con antecedentes penales. Todo indica que la masa de los desvalijadores actuó en forma espontánea producto de las circunstancias. Como se dice: la ocasión hace al ladrón. ¿Por qué tanta gente, entre la que los delincuentes habituales jugaron un papel protagónico en la incitación, fue arrastrada a un comportamiento atípico? Hubo un quiebre de la disciplina social con la ausencia inicial de la autoridad policial. Las personas se conducen de modo diferente al actuar en forma colectiva y con garantías de impunidad. No funcionaban las cámaras de circuito cerrado y los guardias de seguridad no podían contra la marea humana. ¿Qué papel jugó el resentimiento y el individualismo, léase egoísmo, atribuido al modelo económico imperante? Es algo que merece estudio.

Otra cosa es el pavor que se apoderó de las dos principales ciudades del país. Los rumores corrían desbocados: una masa avanzaba desde el norte de Santiago, ya había saqueado el barrio de Patronato y luego seguiría su marcha hacia la calle Ahumada. El comercio bajó presuroso sus cortinas para descubrir, más tarde, que todo fue una afiebrada ficción. Lo mismo ocurrió en las poblaciones. Las presuntas bandas criminales que se aprestaban a desvalijar a los pobladores nunca fueron habidas por Carabineros. Un colega me narró el incidente, ocurrido en Quilicura, de un grupo de individuos armados con garrotes que fueron observados a la distancia mientras circundaban el barrio. Resultaron ser vecinos de una población aledaña, quizás igualmente alarmados al ver al núcleo de personas que estaban con él. Al parecer no existen antecedentes de pillajes masivos contra particulares.

La oscuridad, el aislamiento causado por el quiebre de la telefonía y, en parte, el reportaje alarmista de la prensa contribuyeron a resquebrajar los nervios de una población ya estresada al límite por el sismo. A fin de cuentas fueron muchos los que vieron el fin de sus días en la noche del 27 de febrero. Los rumores proliferan en situaciones de incertidumbre, y suelen ser proporcionales a la falta de información. Los rumores corren tan rápido como las ondas sísmicas, creando un ambiente de temor y sospecha. Los militares llegan a hablar del “general rumor”, por su elevado poder destructivo. El estudioso francés Jean-Noël Kapferer clasificó los rumores en dos categorías básicas: los “rosas” u optimistas son aquellos de difusión lenta; los “negros” o pesimistas se expanden como un reguero de pólvora, lo que es comprensible, porque el miedo impregna mucho más rápido que la esperanza. En Chile surgió una reacción denominada sicoseo, la expresión coloquial de la sicosis, que lleva a actuar en función de temores que se desconoce si son reales o imaginarios.