Tribunal Constitucional permite el lucro en la educación superior. Chile sigue siendo una resaca donde todo se quiebra y se rompe

Compartimos a continuación la columna publicada en el diario La Tercera por Álvaro Bisama.  «Hay momentos así, en los que este país se hace insoportable hasta como concepto abstracto- advierte el columnista- porque no hay nada que pueda con su doble fondo, con su moral hecha de tijeretazos y su violencia soterrada». Esta visión tan deprimente sobre el país resuena en mi ( Manuela Gumucio, Directora del Observatorio)  con la sensación que tuve al ver en Buenos Aires este fin de semana, solo unos pocos minutos de TV al azar. Pude ver un dialogo entre dos psicoanalistas sobre el inconsciente y un corto con dibujos animados sobre la obra de Pierre Boudieu donde explica que la dominación de los pueblos empieza desde la educación y termina con la alianza entre la violencia simbólica y la física.  No es otra cosa lo que ha hecho el Tribunal Constitucional: su poder es superior a los otros poderes del Estado.  Estos minutos de TV, impensables en nuestro país, llevan a afirmar, exagerando un poco, que  vivimos en una verdadera dictadura del pensamiento y solo eso hace posible  esta resaca de la que habla Bisama.

Chile contra Chile

LOS MINISTROS DEL TRIBUNAL CONSTITUCIONAL.

Ser chileno es una resaca permanente porque recordamos que acá nada resiste, que todo se rompe y se quiebra, como si el mundo político solo graficara algo que existe en un nivel más profundo.


 

A veces pienso que no hay nada ni nadie que odie más a los chilenos que el mismo Chile en el que viven. No creo exagerar. Hay momentos así, en los que este país se hace insoportable hasta como concepto abstracto porque no hay nada que pueda con su doble fondo, con su moral hecha de tijeretazos y su violencia soterrada. Esta semana, por ejemplo, en el contexto del debate sobre la nueva ley de educación, recordamos que lo que vota en el Congreso da lo mismo pues existe algo llamado Tribunal Constitucional, una especie de poder legislativo en la sombra al que se recurre cuando todo parece salirse de su cauce. Al diablo cualquier acuerdo de las mayorías elegidas y el complejísimo debate que comenzó el año 2011: el lucro en la educación sí es un derecho constitucional.

Pero no es solo eso. Hace poco varias clínicas privadas empezaron a esgrimir objección de conciencia para no efectuar los abortos legales contemplados en las tres causales aprobadas el año pasado; y el ex senador Andrés Zaldívar detuvo la revisión de normas que regulan las asesorías y asignaciones parlamentarias, una reestructuración a cargo de un consejo que ahora preside de un modo casi insólito, dada la actitud que tuvo a la hora de entregar información sobre las asesorías truchas el año pasado.

Porque eso está ahí, sigue ahí. Es algo que sabíamos pero tratamos de olvidarlo, de fingir que no es así. El mismo Zaldívar (que además quiso trabar la votación sobre la legalización del aborto) es un ejemplo perfecto de ese Chile insoportable del que hablamos. No salió elegido de nuevo senador, su partido casi desapareció por completo pero él continúa en el Congreso como el extra de un culebrón que ya terminó, reteniendo unas pocas migajas de poder, vuelto el fantasma amargo de todas la transiciones pasadas

Cuando nos damos cuenta de cosas así todo, nos pega de vuelta. Ser chileno es una resaca permanente porque recordamos que acá nada resiste, que todo se rompe y se quiebra, como si el mundo político solo graficara algo que existe en un nivel más profundo. Basta recordar que en un poema póstumo, Gabriela Mistral hablaba de las santiaguinas que la ven escandalizada y le “echan perros de caza” y que José Donoso, nuestro hombre en el Boom, casi siempre retrató a este país con un tono de fealdad casi metafísica, empecinado en trazar una geografía deforme y muchas veces aterradora, una nación de monstruos que es quizás el mejor legado de su literatura.

“Chile, un país joven, pero lleno de jóvenes ruinas. Nadie gastó aquí en nada que pudiera permanecer”, escribió en 1959 el lúcido Luis Oyarzún en su diario. Tiene razón. Acá no hay patrimonio que resista, ni acuerdo que se cumpla. Vivimos en un país donde hasta la naturaleza nos odia, un sitio en el que los incendios forestales son interminables, los volcanes dormidos arrasan ciudades y las mareas asesinas son parte de una vida cotidiana que -como si lo anterior no fuera poco- cada veinticinco años padece un terremoto que lo destruye todo. Así, los chilenos habitamos permanentemente una película de desastres donde todo lo que conocemos puede desaparecer, borrarse, irse al diablo. Aquella sensación de amenaza quizás nos define pero también es una lengua que nos acosa, tal y como le pasaba a Enrique Lihn en “A partir de Manhattan” donde grafica la paranoia que le provoca su propio acento, que no puede abandonar. “El miedo de perder con la lengua materna/ toda la realidad. Nunca salí de nada”, anotó en 1979.

Pero los chilenos hacemos comedia con ello; tiramos chistes sobre el país donde el Papa defendió al obispo acusado de encubrir a un sacerdote pedófilo; nos burlamos del youtube chanta que un ex ministro hizo para justificar (con parsimonia y HD, detrás de una biblioteca) por qué había rechazado las órdenes de la presidenta; lanzamos bromas acerca cómo se pinchó el pato gigante que flotaba en la Quinta Normal y cómo se quedaron llorando los niños que lo vieron desinflado y muerto en la superficie del agua; nos reímos a mandíbula batiente de cómo Liam Gallagher apenas pudo cantar tres canciones y media en Lollapalooza local y cómo le tuvieron que sacar la vesícula a Charles Scicluna, enviado por el Vaticano a investigar la larga lista de abusos sexuales de nuestra curia local. No nos queda otra. Raúl Ruiz lo comprendió bien: huyó solo para volver de pasada y casi de modo secreto a describir sus contradicciones. Su cine estaba hecho de ese humor que muchas veces es una poesía tan triste como sardónica, acaso la única nostalgia posible en un país que muchas veces te hace pensar que no merece añoranza alguna.

Por ahora, en la era de la literalidad y las consignas prefabricadas aquello es lo poco que tenemos. Así, quizás debemos volver a ese humor destemplado que nos salva porque nos permite conservar cierta cordura, darnos la posibilidad de bailar en medio del fuego cruzado. Los chilenos, acostumbrados a una fragilidad y una desprotección de las que casi nunca se descansa, nos refugiamos en ese humor negrísimo que es capaz de destruirlo todo pero que también puede ser nuestra forma de la resignación, una máscara mutante de la esperanza.


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