Los realities en TV: ¡Cómo hemos cambiado!
En poco más de seis años, de «Protagonistas de la fama» a «1910» y «Pelotón», el género reality shows en Chile se ha puesto al corriente de la tendencia mundial: hay una nueva casta de personajes televisivos, son pieza central de los programas de farándula y transformaron la «realidad» en una palabra distinta. Quizás es razón para celebrar; quizás no.
Las nuevas teleseries. Canal 13 tiene un programa de farándula que se llama «1910». El programa de farándula de TVN se llama «Pelotón». Y los otros programas de esos canales —los matinales, los vespertinos, los estelares— tienen la flexibilidad necesaria para transformarse en programas satélite de la «nave madre» de la parrilla que constituyen sus respectivos reality shows. Y los programas de farándula de los otros canales, más la prensa, hacen el resto del trabajo de difusión. El lugar que antes ocupaban las teleseries de las ocho de la noche ahora lo ocupan los reality shows.
Profesión: chico reality. Solía ser, en aquel lejano 2003, cuando todos éramos más jóvenes, ingenuos, empeñosos y quizás hasta idealistas, que los reality shows prometían algo. A los concursantes les prometían ser actores o cantantes, ser bailarines profesionales, artistas todos. A los telespectadores nos prometían ser testigos del duro proceso de los empeñosos aspirantes a artistas. Era la excusa, por supuesto, pero una excusa más presentable que, por ejemplo, encontrar «al héroe del siglo XXI». Ahora el «tema» de los reality shows es la ropa que se ponen los concursantes, el tipo de decoración del lugar en que habitan y los ejercicios y actividades en que los obligan a interactuar. Pero todos —los concursantes y los telespectadores— sabemos de qué se trata el juego: de interactuar, pelear, pelar, conquistar, enamorar, traicionar, reconciliar, comer, dormir y —desde ahora con «Pelotón» en TVN— tener sexo (o, en lenguaje de Rafa Araneda, tener «una noche de pasión»).
Quizás es sólo el sinceramiento del mecanismo que opera detrás de todo reality. La toma de conciencia y el fin de las excusas ligeramente creíbles. Los concursantes («jóvenes y no tan jóvenes», como dice un candidato presidencial) nos regalan su privacidad a cambio de ser famosos. Y nosotros miramos porque somos copuchentos. Es lo que transformó a Álvaro Ballero en una estrella de los reality shows en el tiempo en que no existía tal cosa: se dio cuenta antes para dónde iba la micro. Mientras sus compañeros se creían el cuento, él miraba la cantidad de auspiciadores nuevos que entraban a la casa estudio de «Protagonistas de la fama» y se daba cuenta de que eran un éxito de sintonía. Para qué concursar por salir en una teleserie, si ya estaba en una en la que podía inventar su propio personaje. Su problema fue que demasiado rápido los ciegos del reino se pusieron a la altura del rey tuerto, y Ballero pasó a ser casi un commodity. Y en el mundo real, el famoso pasó a ser un objeto de burlas por querer ser famoso sin disimularlo.
Los reality shows partieron presentando personajes, pero ahora están reciclando. Los concursantes nuevos que logran sobresalir son los pocos, pero un reality con puros desconocidos es receta para el fracaso (véase «El juego del miedo», TVN, 2008). A diferencia del consumo de alcohol, la mezcla garantiza el éxito (poner a Ballero junto a Pamela Díaz es alquimia pura) o al menos la abundancia de material. El reality show no es una manera de llegar a la televisión; es una carrera en sí misma. Por eso es significativo que Ballero, el decano, haya vuelto. No hay lugar como la casa propia.
Acompáñeme, camarita amiga. El encierro es una manera efectiva de generar material. Un lugar donde se pueden poner cámaras discretamente disimuladas para no estropear la intimidad de los concursantes. Pero las imágenes tipo «cámara de vigilancia» son feas y aburridas, y ya que los concursantes saben que están ahí para ser grabados, por qué no poner directamente a un camarógrafo y un asistente con el lente pegado al cutis de los personajes si es necesario. Los participantes de un reality ahora directamente andan con un camarógrafo. Por otro lado, quedarse encerrados supone perderse la fiesta que ellos mismos están animando: el circuito de medios de farándula. Una que otra salida al mundo exterior y una que otra constatación de qué está pasando afuera anima el espíritu de un chico o chica reality.
Cuando Rafael Araneda entrevistó «emotivamente» a Angie Alvarado —con madre y todo—, le aprovechó de mostrar la página de un diario de farándula en la que se hablaba de ella. Y Angie volvió feliz a contarle a sus compañeros de «Pelotón» sobre este «reportaje» que había salido. Y una de las cosas más tristes de «El juego del miedo» era darse cuenta de que los concursantes creían que en el mundo exterior ya eran famosos. Eso es crueldad.
Si miramos afuera podemos ver que es exactamente el mundo exterior donde se desarrollan muchos de los programas que hoy, por una extensión del concepto, se llaman «reality shows». Los protagonistas de «The Hills» o «The City» (MTV), la familia de Gene Simmons o las conejitas Playboy viven en su casa, se juntan con su gente, circulan por sus calles. Cualquier cosa que no tenga un actor (para que entiendan los jóvenes, un actor es alguien que sale en pantalla con un nombre distinto) y un libreto textual evidente es un «reality show». ¿Cuál será el primero de ese tipo en Chile?
¿Nos están mirando? ¡Mejor aún! Junto con los reality shows creció también la mitología reality. La especulación de qué pasaba entre los concursantes que la magia de la edición dejaba fuera. Dicho en cuatro letras: sexo. Un amigo que conoce a un amigo que trabaja en el reality contó que éste se había metido con ésta, y esas cosas. Bueno, ya no. Con la versión 2009 de «Pelotón», TVN fue el primero en dar el paso que los reality shows de encierro del resto del mundo dieron hace rato: sexo en cámara. Entre la acción en la cama, la acción en las duchas y la acción en el caño —un accesorio televisivo de primera necesidad—, TVN transformó su reality en uno «sólo para mayores», probablemente calculando que la restricción etaria no significa menos público sino más, y que el efecto multiplicador de los programas y prensa de farándula, se encargarían de la resonancia correspondiente.
Fragmentos de realidad. En una época en que la televisión es cada vez menos sobre programas y más sobre segmentos, la producción de shows fragmentables es clave. Los reality shows han probado ser perfectos para esa necesidad: los clips se entienden por sí solos sin necesidad de mayor contexto, son replicables en los otros programas del canal, se pueden subir a internet fácilmente, y la repetición no es un problema. De paso, permite que un reality show de adultos pueda verse en horario matinal.
El cerebro. Otro más. Los buenos personajes en televisión funcionan detrás de la cámara. Antes eran los directores–dioses tipo Gonzalo Bertrán, un señor con mano de hierro, ojo de lince y una mitología prolífica en episodios que demostraban su talento y carácter. Hoy los personajes son otros: los «cerebros de reality», una nueva casta de semidioses —dígase Nicolás Quesille y Sergio Nakasone, y estamos a la espera de conocer al próximo— que despiertan la curiosidad de la prensa y de cualquier telespectador frente a un nuevo episodio de un reality show en el Chile de 2009 por una simple pregunta: ¿A quién se le ocurrió esto?