Tal vez en un tiempo más, quién sabe
Vicente Montañés / LUN / Mareado por las imágenes apabullantes del terremoto, quien esto escribe no salió, prácticamente, de su morada santiaguina durante la semana última. Magnetizado por la omnipresencia televisiva de la catástrofe y sus exégetas periodísticos, que sin pausa narraban visualmente lo sucedido en el Maule, en Concepción, en Dichato, no le quedaba otra que mirar fijo la pantalla y justificar el insomnio. Como es natural, con tanto zapping de un canal a otro, confundiéronse en su cabeza las informaciones, los elementos de juicio, las culpas y los azares, la alterada geografía. ¿Dónde queda Curanipe? Yo ni siquiera sabía de su existencia, pero un sobrino que andaba por allí se salvó de milagro, aunque perdió su camioneta en las saladas aguas del Pacífico, océano de cínico nombre.
Tampoco sé, por ejemplo, por qué hubo primero un aviso, en uno o más de los pueblos arrasados, de que sí venía el tsunami –o como se llame la invasión del mar, con olas gigantes o así no más, inundando–, y luego el fatal, incomprensible aviso con altoparlantes de que en realidad no venía. No tengo claro si ocurrió exactamente de ese modo, ni en qué momento de la madrugada o el amanecer. Pero es lo que se oye decir. Es cierto que desde acá, en esta casa flexible que, como tantas, resistió bien, uno clama agitando el índice que después de un terremoto costero de tal magnitud hay que correr cerro arriba sin pensarlo dos veces. Pero, ¿habría reaccionado así yo mismo? Tal vez no. Después de la catástrofe, por todas partes surgen los que, con razón o sin ella, opinan con gran sabiduría cívica o práctica: haber hecho esto, haber hecho lo otro (las autoridades, antes que nadie). Y no es imposible que muchos de ellos –incluido el autor de estas líneas– hubiesen seguido durmiendo ingenuamente, sin ponerse a salvo.
Y tampoco sé, por otro lado, más allá de los cientos o miles de muertos y damnificados, si sería una idea descabellada (o siquiera posible) reconstruir con precisión los edificios llamados patrimoniales, las casas antiguas de pulverizado adobe, de manera que, en lugar de ser reemplazados por construcciones modernas e insípidas, recuperen genuinamente su aspecto colonial o decimonónico, pero sean, desde ahora y para siempre, antisísmicas. Modernas por dentro, por así decirlo. Tal vez en un tiempo más, quién sabe.
Si de saber algo se trata, el presidente electo, con inquietantes palabras, sugirió que el Altísimo no más sabe por qué se le ocurrió sacudir y aplastar un pedazo de nuestro país. La frase implica que detrás del terremoto podría haber una racionalidad acaso moral, no sólo geológica o geofísica. Los creyentes (no lo soy) pueden quizás consolarse a medias: algo no muy santo habremos hecho para merecer esto (o sea, no es porque sí), algunos pecadillos-país habremos cometido, y por lo tanto es concebible, también, una expiación que nos devuelva el equilibrio. No sé si alguien piense realmente así, pero si lo tomamos como metáfora podemos al menos suponer que el Festival de Viña, de puro chillón y aturdiente que es (un gran pecado estético, diríamos), recibió su merecido y se quedó inconcluso, sin sus estridentes gaviotas finales. No sé si están de acuerdo.
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